Los ilustrados sostenían que había que cultivar la razón, instruirse, estudiar, abandonar el oscurantismo… Pero también que había que refinar el gusto y la conversación, de ahí la importancia de los cafés y socializar. Quien no sabe disfrutar del tiempo de ir al mercado y cocinar es tan inútil como quien no sabe trabajar.
Educa el gusto y nunca serás hortera. Si viajas a Ankara, es mejor traer una caja de pasteles que un tupé a lo Elvis.
Las cosas de casa, como la tradición y la familia están vivas porque ni se compran ni se venden.
Algo parecido ocurre con los establecimientos de comida rápida que nos suplantan al restaurante y la casa de comidas tradicional. ¿Quién quiere comer algo rápido si no es para sobrevivir? Curioso es cuando se le pregunta a alguien por su restaurante favorito y contesta un macnosequé. A la hoguera, o mejor todavía, a cocinar. Expía tu conciencia o arderás en las cocinas del infierno.
Sabemos que comer es otra cosa. La civilización separa el concepto de la buena mesa con la comida rápida. La clave reside en lo casero. Podemos desertar en algún momento de los sagrados fogones y pedir en un acto irracional una pizza a domicilio. Pero cuando la cocina huele a guisote, a olla borboteando, el misterio se nos hace presente, con las manos en la masa, la lumbre en el hogar y el fuego que nos alimenta. Nuestra casa es el hogar, allí donde se hace la vida entorno a la lumbre. Allí donde la gastronomía no es cocina, sino técnica, nosotros amamos lo doméstico, donde restauramos las energías y el alma, porque no comemos solos, nuestra mesa es la familia y los amigos.
Que nadie nos diga cómo tenemos que vivir. Somos mediterráneos.
“Mise en place” o puesta en marcha del cocido madrileño
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